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Foto del escritorDina Rac

Las cenizas de Raquel


Novela biografica
Raquel (de azul) en el mar

En esta entrega continúo con las reflexiones que me iban surgiendo en paralelo con la idea de escribir sobre mi madre. Y ese deseo poderoso de sacarlo en palabras se fue plasmando en una especie de diario. Y así seguía:


Parece que le «robo» la idea a mi hermano de escribir la historia de nuestra madre. Aunque mi intención no nació de ahí, aprovecho y le tomo el testigo, pues intuyo que él nunca lo hará. Le había escuchado hace muchos años decir que le gustaría escribir una novela sobre ella, con una pasión en la voz que me parecía un poco exagerada. Algo así como las Cenizas de Ángela de Frank McCourt, obra que le impactó bastante. ¿Cómo podía comparar la vida trágica que vivió Ángela, la heroína-mártir del libro, con la de mi madre?


No veía a mi mamá como una protagonista de novela. Me parecía que tenía una vida común, «normal» con algunos dramas, dificultades y alegrías, como la de cualquier persona. No había dimensionado la magnitud de su existencia, de lo que tuvo que sufrir, luchar, aguantar, hasta el día que le escribí el mensaje de cumpleaños. Me sorprendió como si fuera una historia nueva: sus días de niñez, desde que tenía cuatro años, que empezaban a las cinco y media de la mañana cuando se levantaba para recoger leña y encender el fuego para cocinar; su adolescencia, en la que observaba el mundo detrás de los barrotes de su ventana, o a través de los ojos estáticos y brillantes de los santos de yeso, a los que elevaba súplicas y «mea culpas» durante las misas dominicales.


Pensar en su matrimonio temprano y subyugante fue como una losa que me aplastó el corazón, también su constante parir hasta agotar su juventud. Cada vida que alumbraba la vaciaba un poco más. Sus hijos succionamos su savia desde el útero. Bebimos la esencia de sus senos hasta dejarla casi seca. Toda para nosotros, para su esposo, para su hogar. Nada para ella: solo migajas de tiempo que tuvo que arañar con las garras de la locura, la única válvula de escape que le permitió ser libre, recuperar su identidad perdida o fabricarse una nueva, por cortos lapsos, a pequeños sorbos, hasta que fuera internada en el manicomio o doblegada por el Halopidol.


El arma de la sinrazón tuvo un doble filo que también le rasgó su fibra interior y se volvió contra ella.


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